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Hay dolores que no se entienden fácilmente. Duelen en silencio, a solas, en medio de una habitación llena de gente. Aparecen de madrugada, en una canción, en un recuerdo, en un aroma. Es un dolor sutil, invisible, pero insistente. Un dolor que confundimos con amor perdido, cuando en realidad se trata de algo mucho más profundo: la abstinencia emocional de un vínculo que alguna vez fue refugio… o al menos lo parecía.

Porque a veces no era amor, aunque así lo llamábamos. A veces era una necesidad disfrazada, una carencia no resuelta, un patrón repetido, un eco de heridas viejas. A veces no extrañamos a la persona, sino lo que simbolizaba: una promesa de pertenencia, de valor, de seguridad. Una fantasía que proyectamos, alimentamos y defendimos, incluso cuando ya nos hacía daño.

Cuando terminamos una relación que fue intensa, dolorosa, ambivalente o incluso tóxica, lo que sentimos no siempre es tristeza por la ausencia del otro. A menudo lo que experimentamos es un síndrome de abstinencia. Así como quien deja una sustancia adictiva, atravesamos un proceso de desequilibrio emocional, confusión, ansiedad, euforia mezclada con vacío.

Y es que muchas veces esos vínculos no estaban hechos de amor real, sino de dependencia emocional, de apego ansioso, de necesidad de validación. En ellos, nuestro sistema nervioso aprendió a vivir en alerta: pendientes de un mensaje, de una señal, de una migaja de afecto que nos hiciera sentir vistos, suficientes, deseados. Cuando eso se va, no solo perdemos a una persona: perdemos una rutina emocional que nos tenía cautivos.

Por eso duele tanto. Porque se va el estímulo al que habíamos entrenado el corazón.

Hay personas que se sienten como hogar porque nos recuerdan algo. No siempre algo bueno, pero sí algo familiar. A veces nos aferramos a lo conocido, aunque sea doloroso. Repetimos dinámicas de infancia, vínculos de escasez, amores condicionados. Confundimos intensidad con conexión. Y donde hubo caos, creemos que hubo pasión.

El problema es que ese tipo de “hogar” nos desgasta. Nos instala en el desorden, en el miedo al abandono, en la espera eterna de un amor que nunca llega completo. Un hogar, por definición, debería ser un lugar seguro. Pero muchos de nosotros aprendimos a sobrevivir en hogares inseguros, inestables, y eso quedó grabado en la forma en que amamos.

Entonces sí: duele, pero no por amor. Duele porque estábamos acostumbrados a esa montaña rusa emocional. A esa falsa promesa de que, si lo intentábamos más, si cambiábamos lo suficiente, si aguantábamos un poco más, por fin nos iban a amar como necesitábamos.

Pero el amor que duele constantemente, que pide que te traiciones a ti misma, que te hace mendigar afecto… no es amor. Es una herida activa.

Una de las etapas más difíciles al salir de una relación así es el duelo. Y no solo el duelo por la pérdida de la persona, sino el duelo por todo lo que creímos que era. Por lo que idealizamos. Por el futuro que soñamos y nunca llegó.

Es un duelo doble: por lo que fue y por lo que nunca pudo ser.

En este punto, puede surgir mucha culpa. Culpa por haber permitido tanto. Culpa por no haberse ido antes. Culpa por seguir pensando en alguien que nos hizo daño. Pero esa culpa también es parte del proceso. No hay un manual perfecto para el amor, ni para salir de una historia que nos marcó.

Ser compasivas con nosotras mismas es esencial. No fuimos ingenuas, fuimos humanas. Todos buscamos pertenecer. Todos anhelamos un lugar donde sentirnos amados. Y a veces, elegimos con las heridas, no con la conciencia.

La buena noticia es que sí existe un hogar seguro. Pero no está en otra persona. Está en ti.

Sanar es aprender a regresar a una misma. A reconocer las partes rotas y abrazarlas con ternura. A reconstruir la autoestima que se fragmentó. A comprender que merecemos un amor que no duela, que no condicione, que no exija desaparecer para ser aceptadas.

Este proceso no es lineal ni rápido. A veces retrocedemos, a veces extrañamos, a veces dudamos. Pero cada paso hacia el interior es un paso hacia la libertad.

Volver a ti es aprender a elegir desde la dignidad, no desde el miedo. Es poner límites sin culpa. Es dejar de justificar lo injustificable. Es entender que quien te ama de verdad, no te confunde ni te daña.

Quizás hoy estés atravesando ese duelo. Tal vez estás sintiendo que perdiste una parte de ti. Que nada tiene sentido sin esa relación. Que hay un vacío enorme que parece no llenarse con nada.

Pero quiero que sepas algo: eso que sientes no es eterno. No es el final de tu historia. Es el inicio de una nueva versión de ti, más consciente, más libre, más amorosa contigo misma.

Buscar ayuda no es debilidad, es sabiduría. La terapia, los grupos de apoyo, los libros, el arte, la escritura, el cuerpo… todo puede ser herramienta de sanación si te lo permites.

Y aunque ahora duela, llegará el día en que mires atrás y entiendas que ese vínculo no era un hogar. Era una lección. Un espejo. Un puente hacia ti.

Mereces un amor que no sea montaña rusa, sino abrazo cálido. Que no te pida cambiar tu esencia para encajar, sino que te celebre tal como eres. Que no te haga dudar de tu valor, sino que lo honre.

Ese amor existe. Pero empieza por ti. Por dejar de llamar “hogar” a lo que te desarraigó. Por dejar de romantizar la escasez. Por dejar de justificar lo que te rompió.

No es amor lo que duele. Lo que duele es despertar de la ilusión. Es soltar la fantasía. Es desintoxicarse emocionalmente.

Pero lo que viene después… es verdad, es paz, es hogar de verdad.

Written by

Alexa Dacier

Alexa Dacier / Psicología / Terapeuta sexual y de pareja
Todos necesitamos donde apoyarnos cuando emocionalmente creemos que no podemos más.

Aquí nos damos el permiso para:
Sentir.
Soltar.
Amar.
Aprender a poner límites.
Reconstruir nuestros vínculos afectivos.
Sostener relaciones sanas.
Aplicar la autocompasión.
Cambiar el dialogo interior.