Tiempo de lectura: 5 minutos

La autoexigencia no se presenta con gritos ni amenazas. Se disfraza de metas, de productividad, de frases como “solo un poco más y ya”, “cuando logre esto voy a descansar”, “no estoy haciendo lo suficiente”.

Y así, día tras día, nos vamos alejando de nosotras mismas. No porque seamos débiles. Sino porque aprendimos que solo haciendo más, rindiendo más, logrando más… merecemos amor, respeto, validación, incluso descanso.

Muchas mujeres crecimos con un guion muy claro: Ser fuertes. Ser resolutivas. Ser útiles. No quejarnos. Cumplir. Y si podemos, hacerlo todo perfecto.

La trampa es esta: cuando haces más, te aplauden. Te llaman valiente, resiliente, admirable. Pero no te preguntan si estás bien. Y tú tampoco te lo preguntas.

Así es como la autoexigencia se vuelve identidad. Ya no sabes quién eres si no estás cumpliendo con algo. Ya no sabes descansar sin culpa. Ya no puedes equivocarte sin que eso te rompa.

La autoexigencia no siempre es ambición. A veces es miedo.

– Miedo a ser invisible si no logras algo. 
– Miedo a decepcionar si no estás disponible. 
– Miedo a que te dejen de querer si no haces lo suficiente. 
– Miedo a enfrentarte al vacío si paras.

Entonces trabajas de más. Cuidas de más. Das de más. Y te quedas tú, vacía de ti, con una lista interminable de pendientes y la sensación constante de que no estás dando la talla.

¿Quién te dijo que tu valor depende de cuánto haces? 
¿En qué momento empezaste a creer que si no das, no vales?

Sé que a veces sientes que, si te quedas un rato tirada en el sofá, estás perdiendo el tiempo.

Que deberías estar haciendo algo. Produciendo. Cumpliendo. Demostrando que puedes con todo.

Y cuando no lo haces, tu diálogo interior se vuelve duro. Te castiga. Te llama floja, inútil, débil.
Te repite que así no vas a lograr nada. Que así nadie te va a valorar.

Amiga, detente un momento. Respira.

No estás perdiendo el tiempo por descansar.

No estás fallando por detenerte.

Estás volviendo a ti.

Vivimos en una cultura que romantiza el agotamiento y premia la hiperexigencia. Nos han enseñado que solo valemos si estamos en movimiento constante. Que el descanso es un lujo y no un derecho.

Pero el sofá también puede ser un altar.
Un espacio sagrado donde tu cuerpo se repara.
Donde tu mente baja el volumen del ruido.
Donde tu alma susurra lo que en la prisa no puedes escuchar.

No necesitas ganarte el descanso.

No tienes que hacer nada para merecer tu propia ternura.

Descansar también es una forma de cuidarte.
De resistir la narrativa que te dice que solo importas cuando produces.

La próxima vez que te sorprendas exigiéndote sin compasión, recuérdalo:
Estás viva. Y eso ya es suficiente.

La autoexigencia es una rueda que nunca se detiene:

– Porque cuando logras algo, ya estás pensando en lo siguiente. 
– Porque si algo no te sale perfecto, te castigas. 
– Porque si te va bien, crees que fue suerte y no merecimiento. 
– Porque incluso cuando descansas, te sientes culpable.

Te convences de que descansar es un premio. De que solo si cumples, puedes soltar. Pero no es cierto.

Descansar es un derecho. 

No necesitas hacer más para merecer calma. No necesitas agotarte para que te reconozcan. No tienes que demostrar nada para poder parar.

El cuerpo también habla

Tu cuerpo lo sabe. Lo ha gritado muchas veces:

– Migrañas por exceso de control. 
– Dolores de espalda por cargar con lo que no te corresponde. 
– Insomnio por no poder parar ni en sueños. 
– Ansiedad disfrazada de “quiero ser mejor”. 
– Cansancio crónico disfrazado de “me falta energía”.

Y aún así… sigues. Porque aprendiste que “no rendirse” es virtud. Pero a veces rendirse no es fracasar, es comenzar a cuidarte.

El cuerpo se cansa de ser ignorado. Y cuando la mente no escucha, el cuerpo grita. Por eso los malestares no siempre son enemigos: a veces son alertas. Llamadas de emergencia. Puertas de entrada para un nuevo comienzo.

El verdadero trabajo no es hacer más. Es dejar de exigirte tanto para sentir que vales.

Es dejar de esperar que los logros externos te llenen internamente. Es permitirte fallar, parar, llorar, dudar… sin creer que por eso eres menos.

Es preguntarte:

– ¿Qué parte de mí tiene tanto miedo a no ser suficiente? 
– ¿A quién estoy tratando de demostrarle algo? 
– ¿Qué me da tanto miedo sentir si me detengo? 
– ¿Cómo se sentiría habitarme sin presionarme tanto?

La autoexigencia no desaparece de un día para otro. Pero se puede mirar. Se puede acompañar. Y poco a poco, se puede sanar.

Aprender a validarte desde lo que eres, no desde lo que logras. Aprender a no ser tu propia carcelera. Aprender a dejar de exigirte que seas perfecta para sentirte digna.

– No tengo que hacer más para valer más. 
– No soy un proyecto, soy una persona. 
– No necesito demostrar nada para merecer descanso. 
– Mi valor no depende de cuánto produzco. 
– Estoy aprendiendo a hablarme bonito, incluso cuando no cumplo todo. 
– No me castigo por cansarme, me abrazo por seguir aquí.

Ojalá hoy puedas soltar un poquito la exigencia. No toda, no de golpe. Solo lo justo para respirar. Para escucharte. Para habitarte.

Ojalá recuerdes que no necesitas probar tu valor constantemente. Ya eres suficiente. Con tus pausas. Con tus ritmos. Con tus días altos y bajos.

Ojalá te permitas reconocer que estar viva ya es una tarea enorme. Que respirar con calma también cuenta. Que descansar no te vuelve menos valiosa, te devuelve a ti.

Y ojalá la próxima vez que sientas que “deberías estar haciendo más”, te preguntes con honestidad:

¿Es una necesidad real o una exigencia que me enseñaron?

Y desde ahí, elijas con más ternura. Porque también se vale vivir más lento. También se vale no poder con todo. También se vale no hacer nada y seguir valiendo.

Written by

Alexa Dacier

Alexa Dacier / Psicología / Terapeuta sexual y de pareja
Todos necesitamos donde apoyarnos cuando emocionalmente creemos que no podemos más.

Aquí nos damos el permiso para:
Sentir.
Soltar.
Amar.
Aprender a poner límites.
Reconstruir nuestros vínculos afectivos.
Sostener relaciones sanas.
Aplicar la autocompasión.
Cambiar el dialogo interior.